La dignidad, no cabe duda, es un valor fundamental, ligado al respeto que sintamos por nosotros mismos. Sin embargo, por pertenecer al orden de los límites propios, a veces, nos olvidamos de su carácter personal y particular.

No hace mucho tiempo, en una charla de los lunes, un participante me preguntaba que, si es cierto que la actitud de otros, cuando nos irrita, nos refleja en cierto modo, ¿cómo actuar frente a vecinos o ciudadanos que no respetan las reglas del buen vivir y nos llegan a indignar como miembros de esa comunidad?

En el diario vivir, la madurez nos enseña la clara diferencia que hay entre una alarma de incendio y el incendio en sí; es decir entre la alarma y el hecho para el cual nos alarman. Así, cuando alguien, consciente o no, logra indignarnos, enciende nuestras preciadas alarmas que imponen nuestros propios límites de convivencia. Ahora, sería importante diferenciar cuando esa situación ha detonado algo que marca nuestra necesidad de actuar, y de buscar caminos de solución pronta, sabiendo siempre que mientras nos hallemos en la indignación, poco es lo que vamos a lograr con los otros.

Cuando aparece nuestra indignación y asoma su cabeza, regularmente genera en los otros dos reacciones típicas; el terror paralizante, o el enfrentamiento desmedido, dado el descontrol que asumimos cuando nos hallamos presos de tal situación.

No pretendo, bajo ninguna circunstancia, desvalorar la indignación; no sólo es válida, sino necesaria su debida expresión o catarsis. Lo que resulta ingenuo es pretender que este acto conlleve a los otros a una conducta de cambio real.

Cuando concebimos un hecho, a la luz del haber pisoteado nuestra dignidad, es la oportunidad de reconocer algo en nosotros que, como todo lo humano, necesita ser revisado en cada uno, para luego emprender la tarea de ver esa actitud dentro, es decir, en nuestro propio comportamiento con nosotros mismos, y de allí, una vez puesto en orden, permitirnos una estrategia coherente y sensata que pueda llevar a un cambio o transformación en los otros.

En una oportunidad un paciente, de cincuenta años con dos hijos adolescentes me consultaba lo siguiente:

-«Mis hijos saben que la mentira me indigna, me saca de mis casillas, y eso lo saben desde pequeños, no puedo con una mentira, sobre todo algo que es obvio y está a la vista que lo que termina es retando mi inteligencia. A la vez, hoy pienso que eso no he hecho nada, porque siguen utilizando la mentira, a pesar de ser testigos y víctimas del cómo me pongo cuando la descubro».

Cuando nos metimos en materia, el referido paciente, desde hacía más de diez años mantenía una relación clandestina con su secretaria, además de que sus ingresos reales eran como testaferro de alguien no muy limpio en sus finanzas.

Cuando le expresé que quizás sus hijos actuaban su mentira escondida, lo que no significaba que por esto le gustara la actitud de sus hijos, y que menos la justificara, pero aquí lo que mostraba algo más era precisamente su indignación. Y ésta, precisamente es la que no lo dejaba ver lo que estaba detrás de la montaña. Las alarmas sonando y de una vez abría la manguera, sin antes saber de dónde y el por qué.

Regularmente cuando, no sin dificultad y trabajo, descubrimos que la alarma nos llama a una reflexión interna, entonces algo se relaja y es allí cuando sabemos por dónde podemos actuar para lograr un auténtico cambio y no una simple represión del hecho afuera, dejando que nuestro monstruo interno crezca sin medida alguna.

Hasta la próxima sonrisa:
Carlos Fraga