Quizás en los tiempos que corren, este verbo nos resulte anhelante, cuando de tanto correrle al dolor y de tanto miedo al cambio, no hemos hecho otra cosa que separar, dividir, y hasta radicalizar posturas, sentimientos y creencias, para sentir que aún nos mantenemos en dominio de algo que nos enorgullece o dignifica.

Cuando me planteo la acción de reconciliar, trato de ir al principio, al génesis de las situaciones, para lograr así salir de las anécdotas que siempre resultan tan dolorosas e injustas. El dolor es terco, y a veces incisivo, parece que no quisiera irse de nosotros, por eso nos regala una especie de escudo llamado orgullo, a través del cual nada se mueve; y actúa como si fuera sal en las heridas para así recordar, ya no aquello que resultó de lección, sino a los protagonistas y cómplices del hecho. Por lo tanto, pareciera que nuestro paso por las heridas que conforman el vivir, se basara en una suerte de lectura de expedientes donde lo realmente importante son los actuantes y las situaciones; nunca lo esencial que son los para qué.

Raiza, divorciada, madre de tres hijos, de cuarenta y tres años me preguntaba lo siguiente:

– «Definitivamente no entiendo nada, ahora yo, a quien el perro de mi marido abandonó un día con tres niños chiquitos y desapareció de mi vida por irse con otra, a vivir al exterior. A quien mis hijos, ya grandes, han ido a buscar y los desconoce, resulta que debo perdonarlo, reconciliarme con esa historia que ya tiene dieciocho años y que me sigue quemando el alma. ¡Qué fácil! Y él, divino con la otra y perdonado. Me parece injusto, lo siento».

Y planteado así, definitivamente lo es, pues esto está dictado por el mencionado orgullo que el dolor profundo nos regala. La otra verdad es que Raiza dejó su vida afectiva olvidada en esa herida, tiene dieciocho años acariciando el expediente que condena al «perro» de su marido y a la mujer que se lo llevó, y por solidaridad emocional, sus tres hijos hacen equipo con ella, sintiendo que esa anécdota se llevó la única posibilidad de tener una vida con: amor, plenitud, unión, felicidad, familia completa, etc. Y esto no es cierto, sino en la forma en que aún ellos siguen apegados a esa herida.

Y conste que no me refiero al olvido como camino, para nada. Lo que intento con este tema es acercarnos a ese mundo herido en nosotros, ponerle un poco de realidad actual, tratar de recoger de esos «excrementos pasados», aquella materia orgánica rescatable y reciclable. Y en el caso de Raiza, una vez que deseche su escudo de orgullo, que pueda volver a recoger algo de eso que dejó olvidado allí: esperanzas, sonrisas, posibilidades, alegrías y sobre todo la posibilidad de una vida afectiva funcional y plena que es su derecho. Todo esto, lo mantiene oculto ese orgullo malsano que esconde algo tan irónico como que «nunca volveré a ser feliz, para castigarte por todo el daño que nos hiciste», cuando seguramente él no está, ni siquiera, pendiente de esa situación.

Cuando planteo la reconciliación como tarea de vida, jamás me lo planteo para los otros, sino para nosotros. Es el reconocer, por fin, que somos seres profundamente heridos, y que esta guerra heroica de jugar al más fuerte y de demostrar que pudimos, es el absurdo más cruel que nos han vendido.

Hasta la próxima sonrisa:
Carlos Fraga