En un mundo que vive, entre sus muchas ironías, la de saber que cada día hay más gente, y cada vez también, hay más seres que se sienten desolados; se nos hace importante revisar ciertas cosas del amor y las ideas que tenemos de él.

Quizás el amor no se parezca en nada a las comedias románticas del cine que nos hacen soñar con alguien que nos anda buscando, con la misma desesperación nuestra, para juntos ser eternamente felices.

Seguro que tampoco tenga que ver con la idea de que esta energía es un fluir maravilloso y armónico que se da, y que dependerá, en mucho, de factores no tangibles como: suerte, destino, karma o dharma, etc.

Creo, y lo he expresado muchas veces, que el amor es una energía cuya misión clara es la de transformarnos y esto, es independiente al dolor o alegría que pueda causar, porque eso viene aliado directamente a quienes lo vivimos y no con los sucesos en sí.

Por esto, creo que si sacamos al amor de sus envolturas de peluche, rosas, dulces y pompas de jabón, va a ser mejor digerido y más cónsono con el complejo arte de vivir.

María José de treinta y dos años me visitó a mi consulta por primera vez y sentándose dijo:

-«Vengo a ti, luego de mucho buscar y no encontrar. No entiendo qué sucede. Me considero una mujer atractiva, buena persona, bien educada, con una fortaleza espiritual importante, soy exitosa en todas las áreas, pero en el amor de pareja, es casi una comiquita, un desastre. He tenido múltiples experiencias, y uno peor que el otro. Creo que no estoy preparada para un mundo donde el amor está devaluado y la relación de pareja no se valora. Me cuido, pago terapeuta, leo, hago ejercicio, quiero verme atractiva, y nada cambia. Carlos, estoy harta».

Hasta aquí, todo suena a que una pobre dama no es valorada por un mundo miserable y masculino, y que se pierden ese bombón maravilloso. Pero ante la duda, prefiero reafirmar y le devuelvo la pregunta:

-«¿Qué crees tú que está sucediendo en verdad?»

-«Yo creo estar clara en eso. Creo que como yo no soy ninguna tipita fácil que mantengo a vagos, y que exijo fidelidad, honestidad, solidaridad, trato cariñoso, fogosidad sexual, y alguien que esté disponible para mí; se los hago muy difícil, y tengo que pagar el precio».

Vuelvo con mi parte ingenua:

-«¿Y cuál crees tú que es el precio que pagas?».

De inmediato:

-«Cual va a ser, el de estar y sentirme frustrada y sola. Sentir que los tipos se burlan de mí. Me mienten, huyen de mis exigencias. A veces, me siento en pareja, como una madre detrás de un adolescente que quiere huir».

Me parece interesante la imagen del adolescente y vuelvo:

-«¿Y qué crees que busca una madre cuando anda detrás de un adolescente?».

-«Bueno que no se pierda, que no coja el mal camino, que sea un hombre de bien».

Aclaro:

-«Es decir, controlarlo. Que éste haga lo que para ella es lo cónsono, para que no se le vaya de las manos. ¿A eso te refieres?».

Silencio incómodo. Risita entrecortada. Y vuelve al ataque:

-«No, eso es la madre. Yo lo que quiero es que asuma el compromiso con la relación, con la pareja».
Contesté, luego de una reflexión:

-«¿Debo entender entonces que asumir el compromiso, para ti, es llenar todas tus expectativas como mujer, pareja y ser humano?».

Nuevo e incómodo silencio. Mirada incisiva y disparo amargo:

-«Entonces, ¿La equivocada soy yo? Esto es lo último que esperaba».

Yo no he dicho eso, pero si a ti te parece así, puede ser un excelente comienzo.

María José es una excelente mujer que con todo el derecho, sueña con una relación como esas que nos muestran las películas, determinadas por la suerte de un encuentro perfecto, donde la buena fortuna y el destino, premian a un buen ser humano. Y no quiero decir que esto sea o no así, simplemente es que si ocurre así, el amor no puede hacer su misión real: transformar.

Ella que, seguramente está muy herida de amor en su historia parental, ha armado un tinglado racional del amor y de la relación, convirtiendo todo en una compulsión amorosa.

Para que no nos confunda el término, entendámoslo desde la diferencia entre comer y alimentarse. El cuerpo requiere alimento para nutrirse, él mismo sabe lo que necesita, y si estuviéramos medianamente conectados, lo supiéramos sin el menor esfuerzo, esto es alimentarse. Comer, por lo contrario, es una compulsión de la ansiedad que altera los sentidos, especialmente vista y gusto, y nos da sensación de hambre. Comemos cualquier cosa atractiva, sentimos quince minutos de saciedad, y se recrudece la misma sensación de hambre, llevándonos al sobrepeso, a la mala alimentación, y hasta la enfermedad.

En las relaciones esta dinámica se manifiesta más o menos así; inconscientemente, nos sentimos muy heridos, e indignos de que alguien «realmente» pueda amarnos. Sin embargo, embriagados por las imágenes, cultura, exigencias del entorno, etc., surge el siguiente reto: «Voy a tener una relación con alguien que me ame de verdad». Pero como sólo puedo atraer lo mismo que albergo, termino atrayendo seres que al igual que yo, no sepan qué hacer con el amor. Entonces recurro a las tres pautas de la compulsión: 1) En lugar de conectarme, busco controlar con un esquema rígido y hasta inhumano. 2) En lugar de entender esto como un trabajo continuo, y dificultoso, me blindo y paso a la lista de requerimientos no cumplidos. 3) Cuando me acerco al dolor, no lo entiendo como la necesidad, ahora desde el adulto, de revivir los dolores primarios para integrarlos, sino que asumo que otra vez el «error” me persiguió entonces, falló mi suerte, y mi duro destino me castiga de nuevo.

Hasta la próxima sonrisa:
Carlos Fraga