Quizás cuando me leen o escuchan referirme al dolor como algo fértil, necesario y crecedor, muchos pensarían en un masoquista que se regodea en el dolor, en lugar de hacer lo que manda la cultura: dejarlo así, pasar la página, echar tierrita, sonreír y repetirnos que merecemos amor y alegría, etc.

No cabe duda que el dolor no es ni fácil, ni agradable; y menos a la altísima velocidad en la que vivimos y en la que éste nos hace relentar de golpe.

Sin embargo, el reconocimiento de nuestras heridas, el ponernos iracundos por aquello de lo que creemos fuimos víctimas, el despertar a esos dolores que tuvimos que anestesiar, bien porque éramos muy chicos, o simplemente no nos atrevíamos a explotar, y gritarle a ese mundo adulto lo que nos pasó, por encima de lo injusto e insensible que haya sido, es parte de la tarea de reconocer la herida, saber dónde está, y de qué trata.

Ahora, y aquí radica el duro trabajo, en manos de un adulto de nuestra edad, debemos tomar el daño y, desde un presente real, saber cuánto dolió y que ya no necesitamos echarle más sal a la herida para reivindicar nuestra maltrecha emocionalidad.

Maruja, de cuarenta y tres años llegó a la consulta muy dolida con su padre, el único familiar que le quedaba en su ascendencia, éste era un hombre fuerte y sano. Me contaba lo duro que fue con ella de niña, lo ignorada y maltratada en el amor que se sintió, pues según contaba, éste trataba muy indiferente a su madre, y hacía que todo girara en torno a él. Detalles como el estar en silencio todo un domingo para no perturbarlo, eran ejemplos de ese maltrato que, a veces, confundimos con respeto o consideración.

Ahora ella casada con tres hijos y una vida bastante feliz me expuso lo siguiente:

-«Yo estoy cansada de sus humillaciones. Voy a visitar a mi padre dos veces a la semana, le llevo comida, medicinas, o lo que pueda necesitar. Confieso que él se ha ablandado, y cuando llego, se alegra, me atiende en la sala, me brinda café, pero llegada la hora de su juego de beisbol o futbol, éste se desconecta de mí, se va al salón de la tele y me deja afuera. Así de sencillo. Además, él sabe lo que me molestan esos deportes que fueron la excusa de muchas humillaciones a mí y a mí madre, en paz descanse, durante años».

Ante su relato, hice una pregunta clave:

-«¿Y le has planteado tu molestia?»

-«Claro, y me pongo furiosa, la mayoría de las veces me voy tirando la puerta. Le digo a gritos, que me considere, que yo no soy invisible, y que espere, por pura educación, a que me vaya, para irse a ver su mierda». Aquí Maruja rompe en llanto.
En el caso de esta paciente, quien está narrando es una niña herida de no más de diez años, quien necesita incluso, ir a las horas más inoportunas, esperando que sean los otros quienes cambien para ella y reivindiquen el dolor de sentirse excluida del amor. Todo esto genera una dinámica eterna, pues cuando ella saca su niña herida, él saca a un padre indolente y todo queda como al principio, así se perpetúan los dramas, hasta que alguno decide encender otra luz, nunca obviando el dolor, sino sintiendo que ya tenemos más de cuarenta años y albergamos a un adulto que puede hacerse cargo y ponderar otras variantes.

Le plantee a Maruja la posibilidad de replantearse la situación, no sin antes dejarla llorar y decir cosas duras acerca de su progenitor. Al calmarse le dije:

-«Ya sabemos que tienes una niña muy herida, y es necesario que los adultos y heridores lo sepan, como creo que ya lo
has hecho sentir. Ahora déjale ese trabajo a la mujer cuarentona, vivida, casada, madre, adulta, amorosa, trabajadora, considerada, firme e inteligente que también habita en ti. A esta luces, ¿qué idea te viene para romper con estas jugarretas tan crueles de ambos?»

Hubo un silencio meditativo, me miró, se le alegró el ánimo y me dijo con cierta timidez cómplice:

-«¿Y si compro chicharrones que le encantan, y con refrescos los llevo a la sala de la tv, y me siento a ver algo del juego con él?»

Asentí.

Ahora con más firmeza y determinación:

-«Claro, y le pregunto del juego, de los equipos. Y aprovecho los comerciales para quizás hablarle de otras cosas, de los nietos, etc».

Ella acababa de sacar, por lo menos en la idea, a la niña herida de la acción con alguien tan importante y con tanto poder para ella como lo era su padre. Así se fue de aquella sesión. A los quince días regresaba y su faz era otra, se sentó y me dijo:

-«Milagroso, Carlos, realmente todo cambió. Pero cómo no lo había visto. Me provocaba tomarle una foto de la cara de sorpresa y a la vez satisfacción de verme sentada con él, sin peso ninguno, compartiendo con mi viejo algo que a él le apasiona».

Nuestro niño herido se vuelve extemporáneo porque él no puede llevar las relaciones adultas. Y como todo ser adolorido termina siendo muy narciso y egocéntrico, a ver si alguien o algo, le compensa tan profundos maltratos. Sin embargo, dejar que el adulto se haga cargo, primero de él o ella, y luego de la situación, nos pone en presente, y es aquí donde podrá darse la compensación que nos permitirá seguir caminando, pero ahora con heridas más cicatrizadas.

Este caso quizás se lea sencillo y de receta, pero para nada es así, necesita de trabajo, de rendirnos, reconocer, perdonarnos, y despertar a lo que es realidad en nosotros hoy.

Y no se trata de un regodeo, sino que quien no reconoce lo muy herido que está, y se quema un rato en este dolor, es incapaz de integrar y alquimizar todo esto en materia prima emocional para seguir viviendo con entusiasmo y alegría.

Hasta la próxima sonrisa:
Carlos Fraga