Julián, es un amigo de los pocos que conservo desde la adolescencia, de gran sensibilidad; matemático, músico y poeta a ratos, tiene una vocación de padre que no sé si envidio o evito, pero de que la tiene, la tiene. Y siempre congruente con esa vocación amorosa tuvo tres varones que transitan entre los doce y los veintidós. Tenía tiempo sin saber de él, quizás más de dos años, con esas excusas con las que uno asume de que el amor siempre estará allí. Comenzando el año me llamó, y el tema en cuestión fue uno de mis micros radiales, donde exponía yo que toda la tecnología, maravillosa por demás, no podía dejarnos de lado con lo esencial del comunicarnos, interesarnos y amarnos con los otros. Y exponía que tanto el celular, el mp3, o cualquier juego o medio, venían a colaborar, nunca a aislarnos y esa no era labor de los fabricadores, sino de los usuarios de los mismos. Y remataba el micro diciendo:
-«Si tu hijo , mientras va contigo en el carro, o junto a ti, prefiere engancharse a un mensaje de texto, a una canción o video, es porque quizás ya, conversar contigo carece de emoción, interés, frescura y novedad y esto, en lugar de frustrarnos nos debería poner a trabajar al respecto».
Es duro, lo sé, pero importante. Por eso, cuando perdemos la posibilidad de poner límites tiene que ver, casi siempre, con dos circunstancias: 1) No nos atrevemos porque nos hacemos esclavos de lo que establecemos y eso nos aterra, o 2) Tenemos tanto miedo a que nos dejen de amar que preferimos no ponernos más pesados. En esta segunda he encontrado muchos casos, ya que usualmente venimos de padres que nunca supimos si realmente nos amaban, y por supuesto, tendremos hijos que nos mantendrán en el mismo limbo.
Mi amigo Julián me llamó, algo consternado con aquello y cuando fuimos a cenar, me contó que en la última navidad, se fue con su familia a los páramos merideños, luego de muchas horas manejando, de pronto, se percató de que sus tres hijos llevaban sus audífonos, y su mujer dormía profundamente, lo que lo hizo, no sólo sentirse desolado, sino con muy pocas posibilidades de cambiar aquello, sin parecer dictador, retrógado o represivo.
Ahí estaba un paisaje bellísimo, un viaje encantador, una oportunidad de oro para intimar y sin embargo, cada uno vivía el mundo con sus propias melodías, sonidos, o pensamientos, generando mundos incomunicados, semejante a ir en tour en un autobús, lamentablemente sin un guía que marque otras pautas. Ahora, ¿es esto culpa de la tecnología, de esta juventud loca, o de la globalización? Quizás un poco de todo, pero en verdad es que nadie ha reglamentado, dosificado o simplemente limitado esto. Y pareciera que estos aparatitos, gracias a nuestra laxitud, ese ser Light, o modernos, los hemos convertido en auténticos «transformers» que dominan nuestras vidas afectivas y protagonizan nuestros vínculos interpersonales más sagrados.
Cuando alguien a nuestro lado se pone unos audífonos y prende el aparato; además de disfrutar de otros sonidos, quizás más agradables, también saca su letrerito: «NO MOLESTAR» y nos saca del juego y eso no tiene modernidad, es así, simplemente como hecho humano y por no decir de una muy mala educación. Y esos mecanismos de abstracción son muy válidos cuando estamos solos o con seres con quienes, en ese momento, no queremos interrelacionarnos, pero no puede ser la regla cuando se está compartiendo en familia, o con seres que nos interesan. Lo que ratifica aquello de que, de alguna manera, quizás nos hemos dejado de interesar, y eso exige trabajo constante, consciencia de nosotros, y comunicación jerárquica precisa y clara. Mucho más, como lo he expresado muchas veces, el amor que realmente interesa tiene dos componentes básicos: atención y tiempo.
Julián me miraba reflexivo y me dijo:
-«Hay concesiones que nos hacen perder lo sagrado».
Y claro, venía lo más duro, no ya el imponer ciertas necesarias reglas de convivencia, sino revisarse en cuanto a por dónde comenzar a atraer el interés de esos tres adolescentes, por demás maravillosos que sin querer, habían perdido el hábito de disfrutar de esos raros encuentros familiares, así sea peleando o hablando siempre de lo mismo.
Los objetos, las tecnologías llegan a nosotros a ver qué podemos hacer con ellas, y no para dejarnos a su mandato exclusivo.
Hasta la próxima sonrisa:
Carlos Fraga