Frente a mí, sentada en la consulta, se hallaba Madeleine, treinta y seis años, dos hijos, seis de casada. Tenía una semana viviendo en casa de su madre con sus niños y venía a mi consulta a ver cómo hacía para convencer a su marido para que viniera a terapia. Mi primera pregunta, luego de haberme compadecido de su situación, fue la misma que hago, a manera de ritual, en casos similares:

– «Cuéntame ¿para qué tú necesitas que él venga para acá o a donde un terapeuta?»

Sin pensarlo y con la idea muy elaborada contestó:

– «Imagínate Carlos, sería bueno que él escuchara otra voz que no fuera la de mi madre o la mía que le diga lo equivocado que está, que no puede seguir en esa actitud de indolencia ante su propia familia, poniendo siempre a sus amigos y conocidos por delante, que tiene que compadecerse de mí que no hago más que trabajar por la casa, los niños, el hogar. Y todas esas cosas que lograron hartarme e hicieron que agarrara a mis muchachos y me fuera. Y esta es la tercera vez en estos años».

– «Entonces -resumí- entiendo que tú estás aquí para que yo me valga de algo, para hacer que tu marido venga a la consulta y yo le repita con mis palabras y temple profesional, aquello que tú y tu mamá se han cansado de repetirle».

Ella asintió complacida de que la entendí perfecto, a lo que repliqué:

– «Es decir que debemos asumir que por tu parte todo está perfecto. Que todo aquello que le reclamas, tiene que ver sólo con él y que tú, como testigo silente, no tienes nada que ver, sino el ser víctima de sus equivocadas conductas y actitudes».

Ella seguía asintiendo, ahora con más entusiasmo.

En este caso específico que calca a otros cientos, ella está huyendo desenfrenadamente, ya no de la relación, sino de ella misma, de su poder de elaboración y destrucción, de su factor como elemento que compone algo que no está funcionando, de su poder real como ser emocional; y en esa huida, deja en manos de él la posibilidad de que esto se componga y sobre todo, la responsabilidad de ser felices.

Es decir, ella se desdibuja y desaparece dejándole al otro el poder, la responsabilidad y hasta la posibilidad de transformarse.

Soy enfático en afirmar que no estoy en contra de que una pareja se rompa, para nada, pero es triste seguir huyendo cuando lo único que se espera es de una dosis de adultez emocional que dará, a su vez, el elemento clave faltante: el trabajo del amor. Así, vemos con inquietud aquello de razones para terminar como: las incompatibilidades, de discutir mucho, de que no se parece a lo que soñé, etc. Excusas llenas de superficialidad, profunda inmadurez y que sólo revelan la ceguera con que decidimos estar o emprender el camino con la otra persona.

Por eso, no me canso de repetir que nuestras relaciones hablan sólo de nosotros y jamás existe la posibilidad de escoger mal, porque sólo atraemos aquello que albergamos, lo veamos o no. Y ahí está el verdadero trabajo con nosotros, ni siquiera con el otro. Cuando uno de los dos descubre y se transforma, la relación también se transforma, no sabemos para donde, pero serán senderos sabios y congruentes con nosotros.

Madeleine se quedó impávida, me escuchó y como era de esperarse, nunca más volvió. Quizás consiguió alguien que lograra convencer a su marido de lo buena que era ella y lo malo que era él y que lo culpabilizara, quizás para hacerlo un ser más manipulable.

El trabajo del amor exige saber que, en cualquier situación relacional, el trabajo comienza por nosotros. Las huídas causan erosión y con ellas, estaremos comenzando siempre.

Hasta la próxima sonrisa:
Carlos Fraga