En mi experiencia terapéutica con parejas, me encuentro con una frecuente dificultad de las personas para romper. El final de una película, por ejemplo, en la mayoría de los casos, es una consecuencia del devenir de la historia contada. Romper, es una decisión en la que sentimos urgencia de silenciar el nexo, y será el tiempo o el tempo, el que restituya los pasos de nuevo porque la ofensa o el dolor, nos dejara mal heridos.

Entiendo que hay situaciones en las que la ruptura es difícil, ya que hay vínculos eternos, sobre todo cuando hay hijos. Lo que sí es importante, es que se vuelve cuesta arriba elaborar un duelo o integrar una herida recibida o propiciada, si tenemos a la víctima o al victimario permanentemente ahí.

Con el romper, no pretendo negar el perdón como forma; simplemente creo en un perdón que surge luego de un rompimiento claro, y no aquel que nace de la ansiedad en un proceso que se queda en el medio, donde ni estamos, ni dejamos de estar.

Aprender a romper, es tan importante como aprender a relacionarse. Es tener esa posibilidad, aún con el dolor que puede implicar de ejecutarla y seguirla; para así explorar qué hallazgo emocional podemos encontrar, y qué nuevas formas aparecen. Tampoco hablo de algo radical, eso es infantil.

En días pasados, un amigo me decía que se sentía bien con su divorcio, luego de año y medio. Además, mi amigo me recalcaba su madurez al no buscarse a otra, hasta tanto el duelo finalice. A lo que pregunté que qué tanto se veían ahora; y me contestó:

– «Es que ella es una gran mujer, yo la despierto a diario con un mensajito, y almorzamos por lo menos tres veces a la semana, ya que trabajamos en el mismo edificio, ¿para qué alimentar rencores?»

Esto, durante año y medio, con razón tanta ilusión de armonía. Ahí se quedaron en un limbo que mantiene a los dos en una situación de ilusión-libertad-miedo que regularmente termina cuando alguno opere la opción más humana: tomar una adulta decisión.

Hasta la próxima sonrisa:
Carlos Fraga