Hace algunos meses, recibí una llamada de España, desde un programa de radio que ubicaba, en el mundo de habla hispana, a terapeutas y motivadores para abordar algunos temas. En esta oportunidad, la pregunta fue concreta:

– «Lic. Fraga, dada su trayectoria trabajando el amor relacional, nos podría dar un ingrediente importantísimo en una relación de pareja que no sea: comunicación, comprensión, pasión, creatividad, solidaridad, apoyo y respeto?».

Contesté sin pensarlo mucho:

– «Sin duda, la misericordia. En mi experiencia, sin éste, lo demás resulta insuficiente».

Cuando en mi herida, o en mi argumento relacional, no soy capaz de detenerme en el otro y ver sus miserias para amarlas también; y esto no implica que no se pongan límites, nunca podremos potenciar el agradecimiento necesario por el hecho de que alguien esté con nosotros y que nos ame, a pesar de nosotros y de nuestro equipaje.

Lo que sucede es que en esta cultura de inmediatez, no nos detenemos a ver nuestras propias miserias, a conjugarlas en nuestro amor y aprender a cargarlas con su peso real. Por eso, al carecer de misericordia con nosotros mismos, nos es muy difícil expresarla a quien nos acompaña en el camino.

En una oportunidad una señora, en su crisis de la cuarentena, me dijo que se iba a operar toda y a renovar su vida, inclusive a concluir su relación de veinte años con su aburridísimo marido. Pasaron dos años y un día llegó a mi consulta para que la ayudara a recobrar a su marido porque algo había sucedido que le había hecho ver las cosas claras. Le pedí que me contara y me dijo:

– «Me operé, quedé estupenda, me separé de mi pareja y en una fiesta conocí a Fernando, diez años más joven, con ganas de vivir, delgado, bello. Entusiasmada, preparé un fin de semana en Aruba y la misma noche que llegamos, caminamos por la playa, bebimos, bailamos, hicimos el amor riquísimo, al amanecer me desperté y me asusté al ver a mi levante durmiendo en el sofá de la habitación, con un taco de papel sanitario en cada oreja; preocupada lo desperté a ver qué le sucedía y me dijo con desprecio:

¡Amiga, tienes que ver cómo haces, porque roncas como un león y casi no pude dormir!».

En ese momento me metí al baño a llorar y a darme cuenta que mi marido, en veinte años, nunca me había hecho notar algo así y menos haciéndome sentir tan mal.

Hasta la próxima sonrisa:
Carlos Fraga