Las convicciones y creencias morales, si bien son importantes, es necesario, con el vivir y madurar, darles una dosis de flexibilidad y de periódica revisión para obtener de ellas los límites necesarios para el respeto a nosotros mismos, en nuestra tranquilidad y con los otros, en su derecho a elegir y a vivir de acuerdo a las de cada quien.

Sin embargo, es interesante advertir que si bien la moral es sumamente rígida en sus postulados del bien y del mal, la vida es inmensamente «relativa»; sólo se puede conjugar desde los grises del vivir y no soporta el bozal o corsé de una sola convicción. Cuando dejamos que nuestra rigidez moral nos evalúe lo que hacen o hicimos bien o no, allí apagamos las luces del estadio, dejando encendido sólo un lado, viendo sólo parte del juego. Es aquí cuando la culpa, hacia nosotros o el otro, se viste de luces y se instala a martirizarnos.

Ejemplo de ello es esta pregunta:
– «Estoy consumida por la culpa y la rabia, tengo veintiséis años, hace tres me fui a otro país a vivir. La constante y frustrante lucha porque mi madre entendiera que ya yo era una adulta y mi imposibilidad de encontrar oportunidades dignas en mi profesión, me obligaron a emigrar y por esas cosas del destino, en este país extranjero desde que puse un pie todo me ha sonreído maravillosamente. Resulta que hace dos meses, cuando mi vida brillaba, con siete meses de embarazo y optando para la nacionalidad, mi madre enferma, y en una semana muere, mientras yo, desesperada por ir a verla, tenía que escoger entre eso y la residencia, además de la dificultad de que me dejaran montar en un avión a esa altura del embarazo. Ella muere y algo murió en mí, sé que debí estar con ella, acompañarla, decirle cuánto la amo; sin embargo me quedé en mi comodidad, ahora me siento miserable. ¡Ayúdame por favor!».

A esta amiga, ante tanto dolor y pánico, se le encendieron sus convicciones morales del «deber ser» y apagó las luces del partido, quedándose sólo con aquello que es correcto para todos, y no metida en sí misma, evaluando sus propias circunstancias.

Entiendo que estas situaciones límites, a veces, caminan por sí mismas, pero es aquí cuando un amigo, un terapeuta, tienen el deber de encender todo el partido para que la evaluación nos involucre y nos contenga.

Por ejemplo, si la evaluación comienza por nuestra responsabilidad por dar vida a una criatura, de preservar nuestras circunstancias básicas de residencia y modus vivendis; además destacar que siempre fuimos, independiente del amor, como el aceite y el agua con nuestra madre y que lo único que hicimos fue preservarnos en nuestra adultez; entonces entenderemos que hicimos lo mejor que pudimos con respecto a lo que se nos presentaba y si bien, eso no aminorará el dolor de la pérdida, no dejaremos que un proceso de tanta importancia, lo maneje algo tan impersonal como la culpa.

Hasta la próxima sonrisa:
Carlos Fraga