En una cultura cargada de drama y de necesidad de ser «buenos» más que felices, ante cualquier revés, lo primero que es usual pensar es:

– «Pero ¿Por qué a mí, por qué esto o por qué ahora?»

Cuando utilizamos el por qué, apelamos a la parte mental, allí posiblemente existen respuestas, pero nunca procesos, por lo tanto, es poco lo que nos permite aclarar, integrar y menos alquimizar (llevar la materia del plomo al oro) cualquier hecho o situación que ya, de pura vivencia, sabemos que no pisa el terreno casual, sino el causal.

En este por qué despierta la víctima en cada uno que persigue desesperadamente al victimario, clamando por un héroe que haga justicia, dejándonos desolados de una reflexión profunda y de la posibilidad creativa para nuestro propio crecimiento.

Cabe destacar que dada la cultura, este «¿Por qué?», quizás sea prácticamente una reacción inmediata y eso podría considerarse natural, si luego se generara un viaje de esa mente al corazón, al alma, a lo más profundo de nosotros, sin embargo, la mayoría de las veces se queda ahí, concluyendo que vivimos un mundo equivocado.

Cuando, en cambio, apelamos al «¿Para qué?» se nos dibuja un Universo, donde somos arte y parte protagónica del proceso y donde, si profundizamos, podemos habilidosamente, extraer la anécdota y quedarnos con la materia prima necesaria para comprender e integrar lo sucedido.

Hay una práctica, cuando estamos asesorando servicio al cliente, que nos puede hacer ver esto con más claridad. Cuando se trata de establecimientos de servicio, se acostumbra a grabar, de forma secreta al servidor en una jornada natural con el cliente. Me acuerdo de una oportunidad, con una chica de veinticinco años en un establecimiento comercial, la dependiente nunca vio a la clienta a la cara, le contestó monosílabos y su actitud corporal y facial era de fastidio y rechazo para con ella. Cuando, en privado le pasamos el video a la empleada, lo vio de forma natural y le preguntamos el por qué de esta actitud, a lo que respondió:

– «Ese día estaba menstruando, me sentía mal y en la noche casi no dormí nada, ¿qué podía hacer si me sentía mal?»

Como verán, con una respuesta como ésta se tranca el juego. La chica se sentía mal y sin embargo fue tan responsable que asistió al trabajo, demasiado hizo la pobre. Por lo tanto que injustos nosotros que le exigíamos una mejor actitud.

Hice una pausa y mirándola a los ojos, le pregunté el ¿Para qué actuaba así con quien le daba sentido a su trabajo y sueldo?

Hubo una pausa, miró el suelo, se recuperó y con gesto agresivo me dijo:

– «Pero qué se creen ustedes que son unos sifrinos que lo que quieren es ponerle el pie encima a una. Yo no me dejo humillar por nadie, así que las cosas mías son de tú a tú».

Y aquí entendemos todo, la chica carece de sentido de estar allí, de lo que hace, de la posible trascendencia. Ella vive sólo para no ser humillada y el único recurso que encontró fue el mal trato o el no trato. Lo cual concluye que si queremos rescatar a esa muchacha, hay que inducirla a comprender su sentido, primero de vivir y luego de estar en ese lugar de trabajo.

El por qué justifica, el para qué te le da el sentido al hecho o al sentimiento.

Hasta la próxima sonrisa:
Carlos Fraga