Quizás, a usted como a mí, le clavaron esta banderilla cada vez que la acción de nuestros mayores se lidiaba entre la culpa y el amor; en el afán de serles cómodos a ellos y al colectivo.

Este rasgo, nos muestra una característica que nos cuesta digerir, menos aceptar, pero que constituye un hilo fundamental para deshacer la costura del frecuente autoengaño en el que nos envolvemos al amar; somos depredadores.

Esta característica constituye una parte fundamental a reconocer en ese «amor humano» que tanto nos ha costado comprender y que mientras se siga debatiendo entre la culpa y el bien, nos hará daño y nos dejará incompletos.

Eugenio, un hombre de cuarenta y tres años en su tercer matrimonio y luego de dos años de casado me consulta esto:

– «Carlos, recurro a ti por sentirme huérfano y muy frustrado en los intentos de salvar a mi mujer de su empecinamiento de llevar una vida incómoda e irritable. Soy un hombre devoto, estudioso, responsable, amante de mi hogar y de mi señora y por encima de todo, me enorgullece decírtelo, cien por ciento positivo. Mi mujer, en cambio, es un mar de quejas, negatividad y permanente drama. Le he puesto películas, le hablo, la llevo a iglesias y a conferencias y cada vez se pone peor, por eso recurro a ti a ver en qué y cómo me puedes ayudar».

Aún cuando no cabe duda el amor que aquí puede haber, es fácil ver la garra escondida que también se muestra en este rosario de quejas. Es decir, si ella fuera como tú crees que se debe ser, llámese parecida a ti, sería muy cómodo y sencillo tratarla y llevar el amor. Aquí luce claro y escondido en el amor, el depredador y la necesidad de poder para hacérnoslo sencillo.

El camino que propongo y propuse a Eugenio fue, primero y se que no es fácil, admitir que el depredar, es de naturaleza humana, saberlo es el primer paso. Segundo, ver, en medio de «nuestra supuesta grandeza», dónde está esa parte negativa, quejosa, dramática que seguramente respira en nuestra relación permanente con nosotros mismos. Tercero, cuando ya la negatividad del otro deje de irritarnos, la dinámica de «atención» que esto generaba se cae, por lo tanto, el otro va a dejar de actuarla, porque ahora, carece de efectividad. Así se instalará seguramente otra dinámica, pero ahora tendremos el cuidado que sea menos irritante para ambos y más amorosa.

Este y otros trabajos necesitan de paciencia y trabajo diario, nunca son fórmulas mágicas.

Ahora, cuidemos y revisemos siempre nuestras necesidades imperantes de cambiar al otro y veamos cuándo son nuestras propias garras las que, en nombre del amor, terminan lesionando y lesionándonos, invocando verdaderamente un deseo de poder y comodidad disfrazado de: «quiero lo mejor para ti».

Hasta la próxima sonrisa:
Carlos Fraga