No cabe duda que vivimos un mundo muy adictivo, donde todo aquello que nos venden, dice prometer llenar ese vacío o ese sentirnos incompletos que parece ser el sello del hombre o la mujer contemporánea. Esta sensación se va haciendo dueña de nosotros, nos invade y la hacemos orgánica, sensorial, hasta programarnos con sólo pensar en esas golosinas, dulces, objetos, personas, galardones, poder o cosas que llenarían eso incompleto y nos harían, por fin, sentir felices y plenos; aunque al voltear, volvamos a caer estrepitosamente en el vacío.

Eso nos convierte en seres adictos a una serie de promesas que envuelven cosas a la venta o por conquistar y nos hace referenciar nuestra única posibilidad de plenitud, siempre fuera de nosotros. Lo que ha generado el darle la espalda a nuestra propia conexión, para dejarnos ganar por la más angustiante y ansiosa compulsión.

La compulsión es una respuesta ansiosa, reactiva, no pensada ante cualquier estímulo externo. Por conexión entendemos un estado de unión, sentido y muy leal con nosotros que constituye una proactiva expresión emocional.

Si bien sabemos que no estamos insertos en una cultura conectiva, sino compulsiva, ahí está el trabajo, difícil y poco referenciado, pero importante si aspiramos a alguna verdadera calidad de vida y dejar de poner afuera aquello que nunca cumplirá el único fin que deseamos: sentirnos plenos.

Lo conectivo, implica estar unido al aire que respiramos, a nuestros silencios repletos de paz y serenidad, a nuestro sentir que necesita muy poco si nos tiene a nosotros, a ese caminar sereno en el vivir que nos permite saber que la vida no está para triunfarla, sino para vivirla. También es poder acariciar y tener realmente a ese niño herido interno que por haberlo abandonado en nosotros, lo dejamos a cargo de las áreas más sensibles e importantes (comida, amor, sexo, éxito, logros, tenencias,) sintiendo entonces como cada una de ellas, en lugar de liberarnos, nos hace esclavos de todo aquello.

Luego de toda esta explicación viene lo duro ¿Por qué esto?

La respuesta es porque lo compulsivo nos saca de lo emocional, nos aleja de esa herida tan importante, nos da la sensación de haber pasado la página y nos pone en la búsqueda afuera de forma muy inconsciente. En cambio, la conexión nos regresa a las heridas para, sin soberbia alguna, podamos terminar de limpiarlas, integrarlas y transformarlas en luz, proceso que nos aterra, de ahí que echemos mano a lo compulsivo.

Cuando planteo esto en conferencias o conversatorios, surge siempre la misma pregunta:

– ¿Y cómo hacemos, por donde se comienza?

Siempre por nosotros, por digerir esto, por darnos un espacio, por detenernos, preguntarnos, sentirnos y amarnos. No es fácil, no es rápido, es un viaje, el único viaje posible: el de la mente al corazón.

Hasta la próxima sonrisa:
Carlos Fraga