No cabe duda de la importancia de la mente dentro de ese sistema perfecto de alma y cuerpo. En nuestra mente se hallan funciones claves y necesarias para la vida humana. El problema radica en que nuestra cultura es muy mental, lo que hace una hipertrofia de la misma, generando un desbalance pronunciado y termina poniéndola a protagonizar aspectos que no le competen para nada.
De lo anterior se desprende, nuestra gran impotencia frente al sentir que pareciera que tuviéramos dentro de la cabeza, una licuadora que una vez que la encendimos, nunca la pudimos apagar, generándonos toda suerte de presiones, cargas y stress inútiles. Así mismo, capitaliza nuestras reacciones ante lo que acontece de la forma más inútil y la menos productiva: controlar, depredar o eliminar aquello que nos pueda perturbar. Generándonos una gran impotencia al descubrir que lo que hicimos fue meter a esos monstruos debajo de la cama.
La mente tiene cuatro trampas típicas que la caracterizan:
La primera trampa SACA LAS COSAS DE PROPORCIÓN: esto lo reconocemos porque ante los hechos, ella convoca al miedo y generamos el drama clásico haciendo que cualquier hecho simple, adquiera dimensiones que subrayen nuestro sentimiento de víctima y no sólo lo expresamos así, sino lo sentimos así.
En una oportunidad, a mi consulta fue una joven que vivía sola en una residencia y aquello que la tenía realmente perturbada era la presencia de un ratón, al que, aún cuando no había visto, veía sus huellas en papeles comidos, ruidos en la noche, desechos, etc. Cuando la comencé a tratar lo primero que hice fue preguntarle cual era su peor fantasía al respecto y me contestó:
– «Bueno cual va a ser, que se me monte y me muerda (mientras narraba se iba poniendo blanca y fría de sólo imaginárselo)O sólo sentirlo en mí».
Mientras se recuperaba de la imagen, tomé una argolla con tres llaves que llevaba en el bolsillo y se la puse sobre la palma de la mano. Y le pregunté:
– «¿Cómo sientes esto?»
Y ella contestó, moviendo la mano:
– «Bien, normal». (Y le dejé el llavero en su mano)
– «Ahora dime: ¿De qué tamaño te imaginas a ese ratón que cohabita en tu cuarto?»
Con grima me dijo:
– «Enorme, ¡Wacala!, ¡Un bicho horrible!»
Y le expresé que el tamaño de un ratón era aproximadamente el de esas llaves que tenía en su mano y que ese era su peso. Ella abrió la mano, se detuvo en llavero e incrédula me miró:
– «¿Tú estás seguro?»
Su color le volvió al rostro y así estuvimos dos años más trabajando y nunca más nombró al ratón, aunque siguió viviendo donde mismo, se había percatado de que si bien la experiencia no era agradable, su mente le había jugado una muy mala pasada.
Seguiremos con las otras tres trampas.
Hasta la próxima sonrisa:
Carlos Fraga