Es importante aclarar que si bien me agrada el término perdón por su composición (per: máximo y don: regalo), es un referente religioso, no psicológico. La diferencia que me interesa resaltar es que para la iglesia, el perdón implica necesariamente olvido, para mí no. Cuando olvidamos, toda la experiencia implícita y el aprendizaje se desvanecen y tendemos a recaer en lo mismo.
El perdón es una intención cuya energía es liberadora, porque logra limpiar el dolor del daño ocasionado, para que luego del proceso, nada fácil, ni agradable, se nos muestre la experiencia tal cual y podamos ver luz de la propia oscuridad que el daño nos dejó.
En una oportunidad, en un grupo, un señor indignado, ante mi explicación del perdón expresó:
– «Eso sueña bonito, pero ¿cómo pretende usted que yo perdone a aquel indeseable que engañó a mi hija y luego de muchas promesas, la dejó preñada y huyó sin la más mínima responsabilidad?».
No cabe duda que el hecho pareciera no dejar lugar a otra consideración que la de quedarse allí mascullando el rencor y esperando alguna posibilidad de venganza. Sin embargo, y aquí está lo altamente difícil y complejo del perdón; ¿Valdrá la pena llevarse a ese individuo a vivir y dormir con uno y dejar que le mine la vida por siempre? ¿Valdrá la pena que ese nieto y la madre cuando necesiten o busquen el amor, sólo encuentren el fango de un resentimiento que se hace piedra en todos los corazones agredidos?
Preguntas éstas que quizás no son posibles responder de inmediato, pero que sería interesante responderlas en algún momento.
Cuando la situación, luego de procesar algo de la rabia y el dolor, nos comienza a hacer preguntas, es interesante responderlas.
El error está quizás, en la concepción del mismo proceso. No se trata, bajo ninguna circunstancia, que el perdonar a este individuo se refiera a meterlo a vivir en tu casa, menos a que se reconcilie con la hija y menos a que le pasemos una pensión como premio. Nada de esto. Se trata de liberar este dolor que no nos deja ver el todo de la situación.
Cuando a la herida le echamos el debido desinfectante arde, es ese ardor el que nos permitimos porque sabemos que luego de él, la herida se comienza a recuperar y a florecer inevitablemente. Es allí cuando podemos ver que esa situación, dolorosa y difícil, también le devolvió a su hija y a su nieto, y con ellos, posiblemente la alegría a la casa y a la familia. A ella, la posibilidad de madurar sus emociones, hacerla más cauta, más alerta y mas responsable con sus escogencias.
Pero para que esta luz brote de ese trozo de fango seco, necesita el trabajo de liberación que nos regala la intención del perdón. Una herida trabajada florece, una herida encubierta por el rencor y el orgullo, siempre muerde. La decisión es siempre nuestra.
Al final del camino, no perdonamos a nadie, siempre nos terminamos perdonando a nosotros mismos.
Hasta la próxima sonrisa:
Carlos Fraga