Creo firmemente que estamos, como parte del planeta, llegando a un estruendoso final de algo. Con esto me refiero a la raza humana, a esa que tu y yo, con todas nuestras diferencias, pertenecemos.
Cuando me asomo al vencimiento que experimentan las instituciones, la educación en todos sus espacios, la familia, y el propio ser, en su brutal alejamiento de sí mismo, estamos tocando abismo. Tenemos casas y faltan hogares, sobran lujosas camas y carecemos de parejas, crecemos en población y cada día nos sentimos más solos, la ciencia avanza y los enfermos no cesan; todo esto nos tiene que detener en una reflexión que no concierne a las muy útiles organizaciones (ong), sino a cada uno de nosotros.
El acercamiento a nosotros se hace inminente y no contamos con cultura para ello. Los seres nos perdemos en pastillas, dietas, acumulación, poder y lucha inocua por conseguir algo de lo cual conocemos muy poco.
Antes de echar mano de las grandes teorías, a las inteligentes tesis e inventos geniales, vamos sucumbiendo a la desolación, la impotencia y el tedio de una vida que no rinde frutos, que no genera sonrisas que nos entierra en un “sin sentido” que se come las horas y nos envejece en el frío de lo inútil e intrascendente.
El alma se nos seca y la vamos arrastrando al hombro, llenos de adicciones y dependencias que nos envenenan de promesas vacías.
Cuidar el alma es un paso certero, pero sólo cuando nos detengamos en ella, en la reconciliación con verbos desechados por sentirlos poco productivos como: el detenernos, el aquietarnos, el respirar, en ese dejar que nuestro corazón sonría cuando pueda contemplar su propio florecimiento.
Les aseguro que para el cuidado que propongo no nos hace falta el ir a la India, ni pertenecer a grupo o religión ninguna.
Quizás sea necesario parar, detener ese vehículo imaginario que mantenemos a vertiginosas velocidades y comenzar a sorprendernos de aquello que pasamos por alto y siempre estuvo ahí, señalando una oportunidad de regocijo que ni siquiera nos llamó la atención. Para saberme perdido, primero tengo que saber dónde me encuentro y ello exige detenernos.
Una práctica importante es aprender a conjugar verbos como cultivar, por ejemplo, ese ir ocupándonos de lo nuestro, de a poquito, cultivando afectos; pero ya no los que se cuantifican en seguidores o gente que me hace click en “me gusta”, sino esa gente que resuena con nosotros, con quienes una palabra es suficiente y una mirada es un regalo. Llenarse de ese silencio que nos enseñará a ir desechando los ruidos para quedarnos con los sonidos en los que algo de nosotros encuentra oasis. Encontrar actividades en las que no tenemos nada que demostrar, presumir y menos competir, pero que nos regala inevitablemente un: -“¡Qué rico esto!” Dejar de depender de palabras y llenar espacios con olores, sabores y texturas.
Aprender a respetarnos y esto no tiene que ver con grandes hazañas, al contrario, es darnos el permiso para decir no, sin ofender, gritar y menos sentirnos mal por ello. Cultivar ese jardín privado que marcará la diferencia y que nadie podrá cuidar por nosotros.
Cierro este artículo con una anécdota que me sucedió hace poco con un amigo del gimnasio, con quien siempre converso, pero a quien poco conozco. Es bueno aclarar que este caballero cuarentón, tiene una gran sonrisa y siempre muestra ganas de estar cerca de los otros. Un día en medio de una sesión de pesas, con la intención de generar mayor cercanía le pregunté que a qué se dedicaba. El sonrió y me dijo esta perla: -“Carlos, yo estoy en el mejor momento de mi vida, tengo un trabajo para vivir y uno para reir y ese equilibrio me hace muy feliz.”
Sin duda, ese amigo está en pleno cuidado de su alma.
Hasta la próxima sonrisa:
Carlos Fraga