En una oportunidad, en un consultorio odontológico, oí la conversación entre dos damas, hablando de sus hijos: «Yo, la verdad, estoy muy realizada como madre, mi hijo, ya con diez años, es el mejor estudiante de su colegio, el más preocupado por sus deberes, imagínate que nosotros nos acostamos en la noche, y él con su luz prendida terminando su deber, y yo voy y le digo que es muy tarde y él me regaña, me dice que un deber es un deber. Además, las maestras lo adoran, ni un sí, ni un no, su cuarto impecable, él anda siempre de punta en blanco, y libre que tenga una manchita o un olor raro, porque le cambia el humor. Le pido mucho a Dios que ahora, con la adolescencia no vaya a cambiar, porque es una verdadera bendición».
Esta descripción puede ser la más deseada por quienes tienen hijos bien tradicionales, con partes lumínicas y partes sombrías, y no quiero, bajo ninguna circunstancia, emitir criterios de normalidad. Sin embargo, me atrevo a sacar casos como éste que me ha tocado lidiar muy de cerca, y que guarda connotaciones que hacen falta sacar a la luz.
En muchos artículos he reiterado el concepto apolíneo, perfecto, bueno, y sólo lumínico que nos exige el colectivo de esta cultura en la que vivimos. De allí, la gran inadecuación que podemos sentir de llegar descubrirnos no tan buenos en aspectos básicos, lejos de esa perfección tan anhelada que, sin duda, nos pondrá en el aplauso y la admiración de los que nos rodean; para quienes nuestra actitud reprimida y encerrada puede resultar una pócima de comodidad sin pensar en lo que puede estar ocurriendo en nosotros y el alto precio que pagamos por mantener esas máscaras y fachadas rígidas, por un estado de complacencia y de garantía de amor.
Pero hoy me gustaría hablar de los cómodos, los que recibimos a esos «Perfectos» en el seno de nuestra vida, bien sea como empleados, hijos, jefes, amantes, familiares, etc.
Cuando la referida madre habla así de su niño ¿No se dará cuénta del alto precio que ese niño paga por su rigidez, lo mucho que se pierde en el otro lado del vivir, donde ensuciarse, equivocarse, fallar y de vez en cuando incumplir le da un color a la vida, y nos permite crecer en ello, por supuesto, recibiendo nuestros respectivos castigos, regaños, y hasta sermones por lo hecho o no realizado? En el caso descrito, son diez años, ¿Imagina esa madre a ese niño cuando tenga treinta, el peso de cargar con una vida impecable, perfecta y sin fallas en un mundo tan complejo y tan rápido como el que vivimos? ¿Qué herramientas, subterfugios, oscuridades tendrá que emplear esta criatura para oxigenarse de tanta exigencia y poder descansar un rato en su propia sombra?
Porque lo que sí es cierto es que, de seguir en esta actitud, este niño, cuando tenga veinte, nadie le perdonará una falla, un devaneo, sin el castigo implacable de la decepción.
¿Qué hacer? Aquí lo importante, es que quienes gozamos de la comodidad de la perfección de otros, no perdamos la perspectiva y le brindemos a éstos, bien sea acompañándolos, hablándoles, estimulándolos, a que se arriesguen, a que disfruten también del perder, del equivocarse, del vivir, como verbo básico. Necesitamos seres vivos, no perfectos.
Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga