Hace unos días, en un centro comercial, me abordó una linda mujer de unos treinta años, muy bien arreglada. De forma cariñosa se acercó para expresarme su admiración y cariño, el cual agradecí. Cabe destacar que, aunque no lo parezca, tiendo a ser muy tímido y hasta algo parco ante esas expresiones espontáneas, sin embargo las valoro mucho. La dama en cuestión, me pidió encarecidamente que si me podía tomar un café con ella y su hija, en una mesa al lado de donde surgió el encuentro. Estaba de vacaciones, había encontrado lo que fui a comprar y sin mucho pensar accedí a la petición de esta expresiva admiradora. Al llegar a la mesa conocí a la hija, una adolescente de aproximadamente once años, con mala cara y peor expresión.

Desde el momento de sentarme hasta que me paré, aludiendo un compromiso que tenía que cumplir, pasaría media hora, la niña no gesticuló palabra, salvo algunos gestos de obstinación que luego no sólo entendí sino que llegué a justificar.

La dama en cuestión, se sentó, arrimó unos paquetes de una farmacia que tenía en la mesa y comenzó a hablar sin escucharse, haciendo mínimas pausas para no ahogarse, haciendo énfasis en lo terrible de su vida en la que se sentía tan sola, con una hija que simplemente no la tomaba en cuenta, hombres que la engañan y gente que la utiliza. Ella nunca paró, era como si un motor incesante dentro de ella se hubiese activado y nunca se le hubiera encontrado el off, o por lo menos el botón para regular aquella incesante descarga. Lloró, gesticuló, reclamó a la ausente adolescente y me reiteraba:
– ¡Viste Carlos! Esta es mi vida.

Me paré, me despedí educadamente y sólo le pude decir, lo más amigablemente que mi estilo directo me permitió:
– Amiga tienes que trabajar tu silencio interno. Tu ruido es insoportable.

Ante estas palabras la adolescente ausente regresó y por fin me miró, como si hubiera encontrado la pieza faltante de su rompecabezas de vida, me sonrió y se despidió con una sensación de agradecimiento que pocas veces había codificado en alguien.

Cuento esta experiencia reciente porque la velocidad en la cual vivimos, muchas veces nos entrampa y logra que algo desesperado de nosotros, se transforme en ruido interno que necesita salir e invadir a los otros, quizás en una llamada de auxilio que, en lugar ser escuchada, simplemente nos hace huir desesperadamente.

El silencio, al igual que la velocidad se trabaja en nuestra quietud, en la meditación, en esa instancia sagrada con nosotros a la que muchos huyen con desesperación e impotencia. Se trata de volver a ese espacio sagrado donde habita nuestra serenidad que, al final, constituye nuestro único y auténtico poder. El ruido nos vuelve compulsivos, tóxicos y altamente invasivos, no por mal, sino porque nuestra necesidad de ser amados parte de afuera y no conecta nuestra fuente de profundo amor.

Hay un sonido interno donde Dios habita, se expresa y nos acaricia. Hay un ruido que nos aisla y nos pone a ser esclavos de todo y de todos.

La creación humana nace sólo en el profundo silencio, por eso la gestación previa al nacimiento y la muerte son espacios silentes, que nos llevan al ruido que es la vida; domar a éste constituye el gran reto. No hay creación posible en el ruido.

El sonido es un dulce generador del milagro, el ruido es un saboteador de lo sagrado.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga