Melina fue durante una década la asistenta, cuidadora, niñera y persona de confianza de la familia Cantea, compuesta por la pareja, con veintidós años de casados y dos hijos Julia y Alfredo, de veinte y diecinueve años respectivamente.

Cuenta Melina que el año pasado a la señora Eugenia le comenzaron unos extraños mareos y desmayos que la llevaron a hospitalizarse y que allí le descubrieran una rara enfermedad cerebral muy agresiva cuya sentencia era irreversible. Los médicos, luego de una junta, decidieron que se fuera a su casa y tratara de vivir lo mejor posible sus últimos días.

Su marido que era un hombre de trabajo a tiempo completo, siempre agobiado y extenuado, había cortado su jornada y se la pasaba en la casa ordenándolo todo y cuando se le acercaba a su mujer, cariñoso y jovial, era para contarle lo que había arreglado o encontrado durante la labor. Fausto, su único y gran amor, en su profundo dolor, lo que hacía era matar el tiempo y distraerse para que ella no lo notara triste, pero nunca se lo dijo.

Su hijo Alfredo llegaba de la universidad a hacerle cuentos, chistes para hacerla reír, cuando reventaba en llanto, se escondía en su habitación para que nadie, sobre todo su madre, lo notara. Pero nunca se lo dijo.

Julia, por su parte, estaba de novia, salía y cuando llegaba iba a la habitación, la mar de contenta, a contarle las incidencias del día, a motivarla a arreglarse, la peinaba y maquillaba, le hacía bromas y más de una vez, se iba a encerrarse en el baño a llorar la tristeza de ver a su madre enferma, pero nunca se lo dijo.

La enfermedad tomó poder en Eugenia con una agresividad inesperada y una mañana cuando Melina entro a la habitación a abrir las ventanas, le pidió acercarse y con lágrimas en los ojos se despidió de ella. Melina la abrazó y soltó el llanto, a lo que Eugenia expresó:

“- Creo que eres a la única en esta familia que mi padecimiento le duele, eso me tiene muy triste. Mi marido se la pasa ordenando y riendo como si nada. Mis hijos, cada uno en lo suyo y no es que yo quiera verlos mal, pero a veces quisiera que habláramos de lo que me pasa, que lloráramos, sin embargo yo también me pongo mi máscara y sonrío, pero por dentro estoy muy decepcionada”.

Luego de esas palabras, se quedó dormida y nunca despertó, llevándose cosas por decir a los suyos.

Eugenia Cantea partió con un profundo dolor viendo que para su familia, ella y su dolor, no eran importantes. Todos en la casa, vivían las muy complicadas maromas de actuar como si nada malo estuviera sucediendo, tragando el llanto y el dolor de ver a su madre extinguirse. Al final, todos quedaron en deuda por subestimar los vínculos que también crea el dolor.

Somos lo que sentimos y eso siempre merece un espacio de expresión legítima.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga