Nuestro vivir se nos vuelve una historia conocida, con posibilidades de ser narrada que se contrasta con otra; sutil, algo oscura y quizás con un sonido y unos colores no percibidos. Así, los movimientos de la vida se nos vuelven polisémicos, ya no en su objetiva narración, sino en el cómo los percibimos y vivimos.

Hay situaciones que podemos vivir con otros protagonistas que si bien, fueron las mismas objetivamente, sin embargo fueron percibidas, vividas e interpretadas de formas muy distintas.

Por esto, el tema terapéutico se nos torna fascinante ya que nos arroja luces de muchos colores y música de diferentes ritmos y compases, dándole a la subjetividad un espacio protagónico en esa historia que se basa en movimientos (hechos) coloreados por ese protagonista que los llevará a la palabra narrada, dándole su propia música y ritmo.

En una cultura que sólo nos entregó la mente, con poderes absolutos y con la suficiente credibilidad para dar por sentado aquello que vimos, percibimos y entendimos; se hace muy cuesta arriba la conjugación de verbos fundamentales para el equilibrio de esos poderes internos que, aunque sin uso, esperan en sueño profundo la posibilidad de avivarse, me refiero a: reflexionar, integrar, dudar, reconciliar.

La mente en su poder omnímodo, posee entre sus trampas, tres de ellas ante las que procuro alertar:

La distorsión: cuando entiendo que lo que yo veo, vivo y percibo es la única realidad, definitivamente voy a estar limitado, por lo que la utilización del “para mi ismo” se convierte en el escudo para dar lo percibido como única realidad. Así entonces, vivimos inmersos en opiniones más que reflexiones. En acusaciones más que en dudas razonables. En expresiones llenas de juicios que inculpan al otro para dejarnos; o en el victimazgo más desolado o en el trono de quien sólo tiene la verdad.

¿Dónde queda la paz, la conciliación, la posibilidad al otro, la compasión, la integración del suceso, el enriquecimiento del corazón y hasta el regalo de verme en el otro?

Quizás pensemos, obra de esta dictadura mental que esos atributos son demasiado come flor para los tiempos que vivimos. Entonces, lo que nos depara es: intolerancia, frustración, velocidad y esperar siempre a que alguien cambie, alguien se vaya o alguien venga. Así y sólo así, yo estaré mejor. Vana frustración que termina en angustia, ansiedad, sin sentido, desesperanza y esta enfermedad del alma donde confundimos el poder con la fuerza.

Sobre dimensión del hecho personal: Consiste en el temido pensar que todo lo que me ocurre, fue hecho por algo o alguien para perjudicarme. Entonces, la desesperada venganza se vuelve la aliada, llevándonos a la mas triste reflexión que es el creer que estamos en el mundo (cuerpo, familia, pareja, trabajo, negocio, suceso, país, comunidad) equivocado. En esta prisión el vivir se convierte en una lucha incesante por sobrevivir, alejándonos del vivir e insertarnos en la sobrevivencia que es un morir de a poco. Negándonos a la aceptación, el perdón o simplemente aquella maravillosa “duda” que nos permita en un momento decir: “¿Estaré haciendo o hice realmente lo adecuado?” Es allí cuando la mente nos monta a otro ministro, otro pequeño dictador llamado: el orgullo.

La permanente recurrencia al pasado: Este pasado está en nuestras creencias más subconscientes (no soy bueno, no soy digno de que me amen, lo que intento hacer no es suficiente, nada lo hago bien, todos me envidian. Me quedaré inevitablemente solo, etc.) .

Si bien el cerebro es el radio, llámese el aparato; el subconsciente es la programación de ese radio permanentemente. Así, cada vez que nos salimos del presente (aquí y ahora), nos abraza esa perversa programación que sabotea cualquier posibilidad y sólo permite vivenciar alegría en instantes o cuando estamos embriagados o drogados (fuera de nosotros) en cualquiera de nuestros sociales excesos.

Estas no son sus únicas trampas pero son las principales, las que necesitamos ver, reconocer y domesticar para darle paso al sentir, al integrar, al detenernos y tantos otros verbos que cuando los mencionamos en público la mayoría se mira uno a otro como si les estuvieran hablando de atributos inhumanos o traídos de Narnia.

De allí, nuestra inconsciencia para valorar e integrar nuestras heridas humanas, recomponer nuestros focos y re-aprender a amar desde la cercanía, la observación, la escucha y el indispensable cuidado hacia mí y hacia los otros.

Basta ya de naufragar en un sobrevivir queriendo ser buenos y no felices.
Cierro con una cita de Leonard Orr: “Morirse es inmediato y hasta sencillo, el problema de la vida es vivir muriéndonos.”

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga