La herida es una condición de lo humano. Nos herimos al nacer, al desprendernos, al cambiar, al liberarnos, al asumir algún humano duelo que cada uno de nuestros pasos conjura.

Por esto el tema de la herida es una constante que nos hace adultos, nos permite cambiar las perspectivas y reconocer que como decía el poeta Antonio Machado: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar…”

La huellas que dejamos también las llevamos en el alma y constituyen heridas en forma de recuerdos, experiencias, lágrimas, dolores, pérdidas o cambios sustanciales que nos sacaron de aquello que considerábamos cierto y hasta cómodo, para llevarnos a sitios, a veces, extraños y nada fáciles para continuar.

Sin embargo, nuestra cultura, evasiva y muy veloz, nos deja huérfanos para la consideración de esa herida, la que seguramente pasamos sin percatarnos del profundo dolor que ahí contiene y todo el nuevo discurso vital que allí se esconde. Nuestra necesidad de olvido, de pasar la página o del negarnos en la proyección, nos deja sin bases para esa necesaria digestión, no de aquello que sucede, sino de lo altamente doloroso y definitivo que en nuestro universo particular ocurre.

Es triste ver cuando a ciertos individuos los lleva la herida, es tan fuerte y dolorosa que es ella la que habla, la que opina, la que juzga, como si el resto de ese ser estuviera confinado a una oscuridad arrinconada, mientras su herida campea secando todo a su paso. Bien lo destaca mi buen amigo Oscar Misle en su libro: “Heridas que muerden, heridas que florecen”. Heridas que muerden, secan, atacan y cual obstinado monstruo sediento, reaccionan ante todo, sin la menor digestión, tempo interno o consideración hacia el otro y lo otro.

Las redes sociales hoy constituyen su mejor cuartel, guarimba o trinchera. En ese teclado anónimo donde escupir e insultar es la consigna, sintiendo que la pantalla cómplice servirá de mapa certero y el “send o enviar” de gatillo demoledor.

A veces, el panorama es desolador, como me lo expresaba mi amigo Renny Yagosevsky: “…se parece a esas fotografías del soldado con veinte muertos a su alrededor que esboza una sonrisa y una sola consigna en su bandera clavada en el suelo yermo y conquistado: ¡Ganamos!”

Es imposible ganar ante la muerte de otros esencialmente iguales a mí. Eso sólo lo puede refrendar un odio pertinaz que viene de esa herida mordiente, comandante a su vez, de la acción mortífera y la aberración.

Cuando el paradigma de VENCER, bandera de esta cultura, lo podamos transformar por el de CUIDAR, podremos vernos, considerarnos y explorarnos desde nuestros dolores e insuficiencias, con una mirada amorosa que nos permita la digestión de los hechos, ahora desde mi ser que es el único testigo presencial, ya no sólo de lo que ocurre en mí, sino conmigo.

En momentos de cambios, resistencias, confrontaciones, válidas y oportunas, es pertinente vernos, auscultar nuestras dolorosas heridas y poder aceptar, digerir lo nuevo para así buscar cambiarlo, modificarlo o desecharlo, pero sólo en algo que me contenga. Al final, tú y yo somos el grupo, somos el país.

Vence realmente quien construye, quien crece, quien aporta; fracasa inevitablemente quien destruye, quien muerde, quien se seca y sólo condena.

Hay dos maneras claras de vivir: llevando responsablemente nuestras heridas, o siendo víctimas y esclavos de ellas.

Las heridas son inevitables. Que nos hagan mejores o no, es nuestra responsabilidad como individuos.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga