El enamoramiento, ese primer espacio: instintivo, pasional, riquísimo; tiene que tener un final, porque además nos pone: ciegos, reactivos, incansables, con poca o ninguna capacidad de análisis, y menos con la necesaria introspección que, en algún momento, necesitamos, sobre todo cuando esa experiencia: humana, perfecta única, multicolor, multisápida y divertidísima; necesita transformarse. Esta etapa, también llamada amor romántico, necesita transparentarse, sentir que nos bajamos de la montaña rusa del parque y ahora, vemos y sentimos distinto; ni siquiera mejor o peor, sino más en la realidad del encuentro emocional con otro ser.

Partamos de un hecho duro, pero contundentemente humano, somos luz y sombra a la vez. Es decir, hay aspectos nuestros cómodos o no, que sabemos, y que son claros en nuestra personalidad y comportamiento, pero eso no es lo único. Hay otro lado, por demás muy valioso pero desconocido, bien porque le tenemos miedo, o porque simplemente nunca nos hemos percatado de él, nuestro lado oscuro. Este, se nos muestra en forma de proyección, llámese de reflejo, y uno de las alarmas más claras, es nuestra irritabilidad frente a algo de los otros. ¿Difícil, no?

Nadie se equivoca al atraer, escoger, o seleccionar a alguien emocionalmente; ese ser escogido logra tocar fibras en nosotros porque siempre nos atrae lo igual, bien sean cosas visibles o aún no descubiertas por nosotros. Mientras el enamoramiento campea, los rasgos de lo igual o lo radicalmente diferente (que es una igualdad vista en un espejo, donde la mano derecha la vemos a la izquierda, y viceversa) nos encantan, las celebramos y nos hacen soñar con la eternidad con esa persona. Ahora, cuando la pasión se regula (tiempo estimado: entre seis y dieciocho meses) nos pasa lo mismo que cuando salimos del parque donde tanto nos divertimos en la montaña rusa. ¿Y ahora cómo nos divertimos? Allí aparece el maravilloso, pero temido síndrome de la cotidianidad; y es en ella donde comienzan a salir nuestras partes oscuras, nuestras supuestas diferencias; los monstruos ahora están de fiesta( mal carácter, distracción, pocas ganas, falta de detalles, obsesiones varias, neurosis íntimas, rabias, malos humores y temperamentalidades que parecían que con la llegada de ese amor se habían esfumado de nosotros, por aquello de: el amor hace milagros.

Pero es aquí cuando el amor, como elemento transformador comienza a actuar. Y dependerá de cuánta consciencia, cuánta cultura relacional, y cuánta responsabilidad emocional hayamos procesado.

Dichos monstruos horribles con cachos y osamentas, aparecen como grandes diferencias para que las veamos en nosotros, y cuando esto es reconocido, algo se calma, y ahora podemos poner luz donde tanta oscuridad nos aterraba. Se lee sencillo, pero no, confieso que es una difícil tarea.

Un día Leonor, de treinta y seis años me abordó luego de un evento y me dijo:

-Carlos, tanto que le he peleado a mi marido lo poco familiar y hogareño que es, llevo quince años en esa lucha desgastante y dura para ambos, hoy lo entiendo. Un día, me llegó la luz y entendí que lo que le exijo encarecidamente no es otra cosa que a veces me siento sola y me encantaría compartir con él, y ahora veo que mi excusa de la familiaridad, él la veía desde la jaula donde lo quería meter para ser dueña de su exclusividad. Wao, qué alivio cuando le pude decir, casi de rodillas que necesitaba de su presencia, de su estar cerca, y que eso no lo tenía por qué alejar de nada de lo que hasta hoy lo ocupaba. Te juro que eso pasó hace ocho meses y al sol de hoy, la que me cuestiono la supuesta «familiaridad» soy yo.

Leonor, de tanto dedicarse a ver y sufrir los monstruos de él, ahora podía ver que eran los mismos de ella, y que ambos huían de aquello que les aterraba, el quedarse presos del otro.

Hasta la próxima sonrisa
Carlos Fraga