El legítimo derecho que como humanos tenemos de sentir que nuestras formas se vencen, nos va dejando un mal sabor y una especie de hartazgo, por lo que podemos necesitar un cambio urgente. El problema aparece cuando nos vamos al cómo y a las consecuencias que esto puede tener en nuestras vidas. Entonces nuestras heridas comienzan a reaparecer y a mostrarse, traducidas en el terror a que me dejen de amar: -«¿Qué dirán de mí?, es capaz que me dejan, no lo van a entender, tengo que hacerlo de tal forma que nadie lo note». Expresiones como éstas se sientan en nuestra mesa y no nos dan respiro para tomar la decisión de cambio, que como cualquier otra, entraña riesgos. Es aquí cuando nos postergamos, y nos alejamos de nosotros, pensando o esperando que la vida sea la que tome las riendas del proceso, ignorando que ésta, que sólo requiere evolución, no tiene miramientos, y que todo lo que postergues, se llena de presión, hasta explotar, o más triste aún, implotar dentro de nosotros.

Nuestra desconexión, y el eterno e insensible juego de: «Querer ser siempre buenos», nos acorrala y nos empuja a buscar, en forma desesperada, un término muy maleado que se llama armonía. Entendiéndola como aquel estado donde todo está estático, o sea, muerto. Así, queremos que nuestras relaciones importantes marchen dentro de una atmósfera de: «Ni un sí ni un no», que nuestro cuerpo esté: «Estable», que nuestro trabajo permanezca: «Intacto», que los demás puedan hablar siempre bien de nosotros, diciendo: -«Ay, linda ella o él, siempre igualito: sonriente, amable, tolerante». Todo lo anterior sugiere que algo se congeló, que se inmutó y en esos patrones queremos encontrar la armonía.

La verdad acerca de Armonía es que es la hija de Ares, el dios de la guerra, y Afrodita, la diosa del amor, es pues, la hija de dos grandes y notables opuestos. Lo cual nos dice que la auténtica armonía es la que nace de dos fuerzas opuestas que luchan por imponerse; por lo tanto, cuando tomamos conciencia de las partes sombrías que habitan tras esas intenciones de: quiéranme, considérenme, devuélvanme, hablen bien de mí; debemos reconocer que el opuesto también habita en mí. Cuando descubrimos a alguien bueno, es necesario preguntarse ¿Y el malo de él, dónde lo esconde?, y casi siempre nos lo tragamos y por eso, es frecuente encontrarnos con seres supuestamente maravillosos que se alimentan mal, viven en una sorda soledad interna, no descansan, no se esparcen, y normalmente les explota el corazón en un grito de vida. Por eso, y lamentablemente luego de una terapia intensiva, seguro hay un cambio estructural de vida, pero la pregunta es: ¿Y hay que llegar a allí?

Todo esto nos ha llevado a la moda de los reality shows, donde encontramos un grupo de personas conocidas o por conocer, que comienzan buenas, tolerantes, amigables y dispuestas, pero el encierro y la presión de ser vistas por millones de seres va dejando salir la sombra de cada uno, y nosotros, morbosos espectadores, apenas sale la sombra de alguien, inmediatamente lo censuramos y votamos para que lo saquen del programa, porque es inaceptable que, en otros, veamos lo más oscuro de nosotros.

Por último, una necesidad de cambio, es comenzar a sacar quizás nuestros monstruos para airearlos y, en lo más deseable, integrarlos en nuestra personalidad, dejando el deseo neurótico por ser bueno, y entrando en la posibilidad de ser yo.

Hasta la próxima sonrisa.
Carlos Fraga